¡Johny, la gente está muy loca!


¿Por qué creemos en el fin del mundo?
Entiende por qué la humanidad seguirá aferrada a mitos, profecías y predicciones de una hecatombe que nos fulminará de este planeta. 
Por Delia Angélica Ortiz (Publicado en QUO. Enero 2012)
Un grupo de aquellos primeros hombres que habitaron el planeta se acomodan alrededor de una fogata antes de que caiga la noche. El temor a lo inesperado es lo cotidiano en esos días. Vivir en grupo y tallar algunas herramientas primitivas les permite sobrevivir.
De vez en vez, uno de los miembros se levanta a vigilar los alrededores. Si regresa corriendo, agitado, haciendo señales de un peligro inminente, el resto del grupo debe aceptar la información como verdadera. Podría ser un depredador y aquel que cuestione la alarma seguramente será la presa.
Como mamíferos, primates, desde una perspectiva biológica, los humanos somos presa y no depredadores, explica el neurocientífico y psicólogo César Monroy. De manera automática, el hombre está diseñado para recibir información y actuar. Lo que sucede cuando el hombre reacciona ante una señal de alerta o por una advertencia que genera incertidumbre, es la activación de una de sus características más primitivas: el instinto de supervivencia.
Las profecías apocalípticas –sin importar si se trata de la ira de Dios, el fin de la Cuenta Larga de los mayas o el dramático vaticino de algún profeta– activan el instinto de supervivencia porque ­en comparación con otras criaturas­ la mente humana es la única capaz de concebir el futuro, y en ese futuro, la muerte, el fin, el dejar de existir, se muestra como lo inminente.
“Cuando tememos algo, buscamos tener algún control de la situación, de modo que no resulte tan aterrador. Cuando respondes qué pasa después de la muerte, esa incertidumbre se desvanece porque hiciste algo que toma el control de tus miedos y la posibilidad de morir ya no asusta tanto”, señala vía correo electrónico David Ropeik, autor de How Risky Is It, Really?, libro en el que aborda por qué nuestros miedos no concuerdan con las posibilidades reales de peligro.
“La muerte es escalofriante”, agrega el periodista, experto en comunicación de riesgos. “Así que las predicciones del fin de los tiempos pueden sonar extremas, pero solamente son la versión más extrema de lo que hacen las religiones: describir qué pasa después de la muerte, porque la muerte es escalofriante”.

El miedo a morir
La sensación de peligro y el miedo se activan en la amígdala, una pequeña zona del cerebro en forma de almendra. Cuando esta advierte un riesgo manda la señal de alerta al organismo: se incrementa la velocidad del ritmo cardíaco, la sangre bombea con más rapidez de lo habitual y se provoca una reacción conocida como de lucha o huida que forma parte del instinto de supervivencia.
La corteza cerebral ­encargada de procesar información de alta jerarquía, como la conciencia y el razonamiento­, no está involucrada en esta primera etapa para responder a la amenaza. La primera reacción del cerebro ante un riesgo potencial ocurre subconscientemente, en una sección llamada subcorteza, donde se ubica la amígdala. Ahí se liberan acetilcolina y noradrenalina, que son las sustancias neurotransmisoras que provocan todas las sensaciones que se presentan cuando se tiene miedo.
La memoria que acumula la amígdala se denomina “implícita”, donde se guarda lo que alguna vez nos aterrorizó. De hecho, hay emociones que dejan un recuerdo imborrable, como si quedaran tatuadas en el cerebro. Cuanto más fuerte es una emoción, con más fuerza se graba en la memoria. El temor a la oscuridad es uno de los temores más antiguos, quizá porque para los primeros hombres el anochecer significaba ser presa fácil de los depredadores, explica Ropeik.
“Hay muy pocos riesgos de los que se puedan hacer predicciones absolutas. La muerte, sin embargo, es absolutamente cierta. El riesgo significa que la probabilidad de algo malo va a pasar. La probabilidad de muerte es 100%, pero no es tan malo para todos. Ver la muerte como un riesgo depende del punto de vista, muy personal, de aquel con quien estemos hablando”, dice.
La muerte hizo que aparecieran temores desde los primeros humanos, quienes probablemente buscaron muchas maneras de explicarse lo que pasaba y desarrollaron historias que los tranquilizaran respecto a la muerte. “Más que dar esperanza, que es lo que ocurre con muchas religiones, explicar qué pasa después de morir es un camino para calmar los miedos sobre la vida”, señala.
Entre los cazadores-recolectores del Paleolítico, aferrarse a una creencia resultaba más práctico que cualquier novedosa reflexión racional. Valía más un mito que una mala explicación naturalista. Resultaba más adaptativo explicarse los fenómenos apelando a lo sobrenatural, a no poder explicarlos.

Posible pero improbable
En el año 2000, cuando se decía que un fallo cibernético enloquecería los sistemas informáticos del planeta provocando la destrucción de la humanidad, el bioquímico español Rafael Alemañ se interesó por saber qué tenía que decir la ciencia frente a aquellas leyendas y mitos del fin de la humanidad.
“Más allá del poder de sugestión de determinados números, como mil o dos mil, los partidarios de la numerología catastrofista no descansan. A nuestros días se unen, a este desfile de augures, una nutrida tropa de videntes pertrechados con terribles vaticinios sobre la intervención armada de seres alienígenas que pondrán fin a la maldad sobre la Tierra”, escribió en su libro Ciencia y Apocalipsis.
“No todo es mito”, contesta vía telefónica. “En esas creencias también hay una base de posibilidad física, como podría ser el impacto de un meteoro o de un cometa. Hoy, estamos casi seguros de que los dinosaurios murieron por una causa así. ¿Podría suceder eso en el futuro?”.
Reconocido divulgador científico, Alemañ dice que las ciencias naturales han avanzado lo suficiente para permitirnos vislumbrar cuáles son los fenómenos que suponen un riesgo para nuestra supervivencia y nos exponen opciones para combatirlos. Incluso hay fenómenos más posibles que otros: es más viable el colapso de la sociedad consumista a que caiga un meteorito. “Por eso la población debe tomar conciencia del daño medioambiental al planeta y debe tratar de revertirlo”.
Acepta, sin embargo, que si la expansión industrial, el agotamiento de los recursos naturales y el desenfreno de la contaminación provocaran una hecatombe ecológica y social con el consecuente fin de la vida como la conocemos, el universo continuaría su evolución. “El funcionamiento cósmico seguiría sin tener la más mínima variación. Somos una mota de polvo en el océano infinito del universo”, sentencia.
En la lista de los fenómenos naturales que podrían ocurrir se cuenta el choque con un meteorito como una posibilidad real, pues ya han caído piedras interestelares en la Tierra, aunque la energía necesaria para reducir el planeta a escombros tendría que ser de 10 billones de megatones (un billón es millón de millones y un megatón equivale a un millón de toneladas de TNT)­. Esto significa que sería preciso recurrir a un cuerpo celeste extraordinariamente grande y denso, lanzado a una velocidad desusada. Los meteoritos de varios kilómetros y más de un millón de toneladas resultan terroríficos por sus efectos, más son tan escasos y la superficie terrestre es tan grande que la probabilidad de que caigan en una zona densamente poblada es inferior a uno contra cincuenta millones. “Una probabilidad mínima no elimina todo el peligro, pero ayuda al menos a limitar la seriedad de nuestros temores”, dice Alemañ.

La tierra fértil para el caos
Hoy, el cambio climático y el daño ambiental provocado por la mano del hombre también alimentan predicciones del fin de la civilización como la conocemos, porque responden al mismo esquema apocalíptico que el hombre adopta para explicarse el futuro. “Los grupos ecológicos que son muy fanáticos, de alguna manera, están investidos de su propia mitología que cumple con la misma función con la que cumplieron las religiones por mucho tiempo”, asegura Jesús Ramírez Bermúdez, responsable del área de Neuropsiquiatría en el Instituto Nacional de Neurología y Neurocirugía.
Dice que las obsesiones milenaristas son un fenómeno que se ha observado en prácticamente todas las culturas. “Se trata de narrativas colectivas que tienen su base en estos soportes cerebrales vinculados con la empatía que está relacionada con las neuronas espejo, cuya finalidad es provocar un sentimiento de cohesión que posibiliten la supervivencia, pero son narrativas que se transforman con la cultura, es decir, no están completamente diseñadas desde el punto de vista genético cerebral, sino que son soportes cerebrales que están sujetos a mecanismos de plasticidad que incorporan elementos del ambiente”, describe.
El cerebro humano no solamente está diseñado para tener pensamiento lógico y racional; también es capaz de crear pensamiento mágico, cuya utilidad en la vida diaria permite lidiar con situaciones de incertidumbre. “El pensamiento mágico es un mecanismo de defensa para lidiar con el estrés con los malestares de la vida cotidiana”, explica. “Estas funciones mágicas se activan y se sincronizan con estas grandes narrativas colectivas porque toman la apariencia de verdad, donde mucha gente quiere ver verdad ahí”.
Autor de Breve diccionario clínico para el alma, Ramírez Bermúdez dice que el estado actual de la humanidad provocará que los mitos y las grandes narrativas apocalípticas que dan sentido a la vida de personas vulnerables se vayan mantener todavía durante décadas y probablemente durante siglos. “En este contexto, los mitos apocalípticos tienen un nuevo auge; ocupan el lugar que durante muchos años ocuparon las religiones o las filosofías que promueven el sentido de la ética o la paz. En el fondo, revelan un profundo malestar en la cultura”, explica.
La circunstancia actual del ser humano, agrega, es inédita. La violencia, la falta de bienestar social y económico, la desigualdad y la injusticia, provocan sentimientos de angustia y desesperanza que la psicología identifica como depresión o trastornos de ansiedad, pero que otras veces son solamente angustia existencial por la falta de felicidad.

Borrón y cuenta nueva
En 2009, el escritor Howard Bloom publicó en la revista Psychology Today que el atractivo que ejerce la idea de un “cataclismo final” proviene de que la mayoría de los seres humanos está inconforme con la dirección que lleva la sociedad, por lo que existe un deseo subconsciente de limpiar lo que existe y comenzar de nuevo.
Es un deseo de cambio masivo para mejorar el estado actual.
En eso también coinciden los artículos de revistas sobre psicología que tratan de explicar las obsesiones apocalípticas contemporáneas, pues perciben una sociedad sobresaturada de información y bombardeada por acontecimientos que elevan los niveles de estrés y ansiedad.
Los augurios apocalípticos cumplen un doble papel amortiguador: se plantean como un factor de transformación de la especie humana y como distractor de los problemas cotidianos de nuestra realidad personal habitada por depredadores modernos como la incertidumbre, la inseguridad, las crisis económicas y la falta de dinero, depredadores que mantienen vivas las visiones milenaristas y las supersticiones contemporáneas.
“Ahora, en vez de reunirnos como tribu alrededor del fuego, nos reunimos alrededor de una idea sólida y concreta que nos dé seguridad para defendernos de los depredadores”, explica Monroy, director de Investigación y Desarrollo de la empresa Neuromarketing. “Biológicamente somos mamíferos gregarios. Necesitamos congregarnos en comunidades para defendernos de depredadores. Nuestro cerebro no entiende de política o de economía, nuestro cerebro solo entiende de comida, reproducción, preservación de la especie y de la vida, y para preservar la vida hay que protegernos de los depredadores”.
El neurocientífico encuentra las principales motivaciones de las creencias apocalípticas en los efectos psicológicos que interpretan la realidad: el efecto de expectativa, el efecto profético y el efecto placebo. El primer efecto responde a un esquema similar a como funciona el horóscopo, pues solamente nos percatamos de las cosas que deseamos. El segundo efecto está relacionado con los mecanismos de actuación de las sectas. “Biológicamente estamos diseñados para convivir en núcleos muy cerrados de 12 o 25 personas”, señala Monroy. “Mientras más conozco a mi comunidad más seguro me siento, pero esa comunidad la sostiene un pilar simbólico que suele ser un profeta vivo o muerto. Alguien que sostenga la cohesión de este grupo y si ese pilar es bastante sólido para despejar mi realidad, entonces se da el efecto profético porque a ese profeta podemos atribuirle toda la causalidad vital, todo lo que me pasa en la vida”.
El efecto placebo, por último, es la pastilla de azúcar que soluciona todos los problemas y provoca que el cerebro secrete dopamina y serotonina, produciendo el placer indispensable para funcionar de forma tranquila. “Es como dar la señal de que no hay peligro”, dice Monroy. “El placer cerebral es indispensable en la vida, porque le dice a mi organismo que puede funcionar de forma tranquila, que no hay amenazas a mi vida, que voy a sobrevivir”. La dopamina es un neurotransmisor que afecta las regiones del cerebro relacionadas con el placer; el alcohol y la cafeína incrementan los niveles de dopamina, provocando una sensación de plenitud, es por eso que se genera una adicción a esas sustancias. La serotonina es otro neurotransmisor que estabiliza la fisiología del cerebro, modula la conducta y conduce hacia un estado de tranquilidad. El efecto placebo es, entonces, creer en algo que pensamos que nos salvará del fin del mundo.

La apuesta crítica
Volvamos al grupo de aquellos primeros humanos que habitaron el planeta. De vez en vez, uno de ellos se levanta a vigilar los alrededores. Si regresa agitado, haciendo señales de un peligro inminente, el resto del grupo debe aceptar la información como verdadera.
“Cuestionar los datos que recibe le pondría en desventaja”, advierte el neurocientífico César Monroy. “Cuestionar toma tiempo. Hay que contrastar la información. Hacer una revisión de los datos que tengo con los que estoy recibiendo. Ver si son o no coherentes. Todo eso no es natural, requiere un proceso de racionamiento humano que no es automático”.
El pensamiento crítico es un conjunto de ideas y procesos mentales conscientes –atribuido a la especie humana pensante– que surgió cuando el hombre pudo dominar su entorno y dejó de ser presa.
“Las profecías del mundo están relacionadas con la forma de pensamiento que tiene 80% de la población mundial: el pensamiento lineal, es decir, en mi mundo, yo soy mi propio referente, por lo que todo lo que está cercano a mí es importante y lo lejano no lo es y no lo entiendo”, explica Monroy. “De ahí que una explicación científica sea lejana e irrelevante, pero si mi comadre me dice: el mundo se va a acabar, por supuesto que lo creo”.
¿Qué tal que el mundo se acaba en el 2012?, se pregunta un tanto en broma, un tanto en serio, al psiquiatra Ramírez Bermúdez. “La probabilidad es infinitesimal, pero no tengo problema en hacer una apuesta con cualquiera que quiera hacerlo como experimento”.
¿Quién apuesta?